martes, 5 de mayo de 2009

Salavin


(a propósito del personaje de Duhamel)
Él me habla de "usted". Es en parte por esta razón precisamente que siento una distancia respetuosa entre él y yo, que me hace “escucharlo” hasta el fin. Él no sabe, pero cuando supone que sonrío o le juzgo, se equivoca, ya que estoy viviendo y reviviendo con toda intensidad su experiencia. Sin embargo, no es algo que pueda tomar como personal, ya que no me subestima a mí, sino a todo el género humano. En otras palabras, su flagelación no necesariamente refleja una baja autoestima sino por el contrario, no todos son dignos de escuchar esos acontecimientos: ese observar y pensar sobre lo que aparentemente son nimiedades. Esas “pequeñeces” que casi nadie ve, y si las ve, pocas veces se rebusca en ellas porque se presiente la locura. Así, toda consecuencia, anida en su gran corazón y afecta su espíritu.
No es entonces ya tan extraño que sea obsesivo-compulsivo al observarse y hacer cuenta de cada movimiento suyo, como si esto le permitiera mantener un orden por lo menos en la mecánica de su cuerpo, una especie de pequeño autismo; tampoco es extraño que se sienta escindido entre lo que él llama sus demonios (sus pensamientos de los cuales ya no tiene control). A quien le parezca poco práctica y algo confusa mi explicación, probablemente tampoco lo comprenderá a él, de tal modo que no sin un sentimiento de que no le hago justicia, lo dejaré en términos llanos: se vuelve voluble e hipersensible tras perder su empleo, antigua razón y viejo orden de su vida. Uno nunca sabe qué acontecimiento podrá hundirlo en vida… ¡Y en qué aguas!
Aunque comienza a sentirse un parásito, nunca se derrumba por completo, pero siempre está latente esa doble sensación de admiración y envidia por quienes lo rodean, se trate de excompañeros de trabajo, de amigos o de desconocidos con los que se topa en la calle. Su consuelo ante tales ambivalencias es saber implícitamente que todos ellos son presas potenciales de sus propios demonios, pero que perfectamente podría cada uno de ellos caer en esas redes infernales donde todo es pregunta, duda de uno mismo y del mundo. Sin embargo, a todo y todos nota sus peculiaridades.
Ni el amor es salvación para este decadente. Este proceso de ilusión no le da una felicidad más larga que la de ocho días en época decembrina, al igual que tampoco se la dio el beber con sus amigos en una ocasión anterior, ni el observar la alegría y la paz que puede haber en un niño pequeño. Antes se recrimina sus momentos de euforia, sus proyectos para ser feliz. Ha encontrado muchas esencias de la vida, pero no puede ya realizarse en ellas. No puede ya estar en un solo sitio, pero tampoco puede viajar; desea la soledad, pero ama al hombre. Las paradojas lo están haciendo ser sin ser.
No quiere morir, no ha perdido del todo la esperanza, pero sí gusta de los estados que se asemejan con lo que se considera puede ser la muerte: una tranquilidad que es el olvido de sí mismo y de los demás, un flotar en el espacio, la ebriedad del sueño cuando este es vacío y no se vuelve pesadilla es adorable. Ama dormir, si su mente no piensa mientras lo hace.
Me habla a mi sin querer (y a alguien en un bar), busca respuestas en los rostros, conocidos o desconocidos, busca que alguien le encauce de nuevo sin que esto le sea humillante. No hay solución, porque las ciudades están hechas para que no coincidan los ritmos de vida (si sucede, ofende, atenta contra la libertad de otro; si no sucede, se desea); no hay solución, porque el pensamiento no se ve, pero se le vive, se ejecute o no. Nadie salva a nadie, y una vez perdido en tus pensamientos ya no te pertenecen, sólo la vida o la muerte pueden ya decidir por ti.

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